Novela de la mujer de Gil
Alma y dorada Venus, que en el cielo
tienes, por dignidad, tercero asiento
de donde influyes gracia acá en el suelo
a ti levanto, humilde, el pensamiento,
y, la que yo no tengo, te demando
otorgues a mi bajo entendimiento
de suerte que con ella, recitando
de cierta tu discípula la historia
que están hoy aquí tantos esperando,
a ti resulte de ella eterna gloria
y a mí, la parte que decente sea,
y fama a la discípula, y memoria.
Vivía un labrador en una aldea
llamado Gil, casado con Elvira,
moza de poca edad, y nada fea,
la cual era para él lo que es la lira
para el asno, o la vista deleitosa
cuando Favonio más suave espira,
porque, con ser tan moza y bien hermosa,
con solamente besos la pagaba,
sin pensamiento alguno de otra cosa.
El mes, y el año entero, se pasaba
que si era él o ella no sabía:
¡toda la noche al sueño dedicaba!
Con esto, la cuitada no vivía,
antes era tan grande su despecho
que por verse ya muerta, se moría.
Viéndose, pues, Elvira en tal estrecho
y los caminos todos atajados
para cobrar del huésped su derecho,
la grave vejación de estos cuidados
abrió a su entendimiento tal camino
que presto fueron todos remediados
y, a conseguir por él su intento, vino
los ojos en un mozo de labranza
poniendo, primo hermano de un vecino
del cual, puesto que hubo gran tardanza
en ponerle en razón, nunca por eso
perdió la buena Elvira la esperanza.
Era moreno, pero grande y grueso,
relevado de pecho, ancho de espaldas;
en la memoria, ¡damas!, para cuando
las cortinas corrierdes de las faldas.
Elvira, pues, al cuento ora tornando,
que modo con su mozo se tuviese
andaba muy cuidosa imaginando,
porque temía si se lo dijese
con claridad que el mozo a su marido
por hacerse de él fiel lo descubriese
y así acordó tentarle si atrevido
era con ella y qué gusto tenía
en las tramas de Venus y Cupido;
para lo cual, a veces, lo metía
en pláticas de amores, y notaba
si algún ojo traidor se le reía.
Otras veces, adrede le mostraba
las pequeñuelas y redondas tetas,
que achaque para esto no faltaba,
cuando el piecico y cuando las perfectas
piernas, lisas y blancas y derechas,
encaminando a un mate muchas tretas,
pero de balde todas eran hechas
porque Pedro mostraba no entendellas
y a lo menos, teníalas por estrechas,
y así se recelaba entrar por ella:
está en verse suspenso y admirado,
como quien guindas ve y querría comerlas,
mas no se atreve a entrar en el cercado;
al fin, yendo y viniendo algunos días
cayó ya de su asno, de afrentado,
y notando de Elvira las porfías,
los ronces, los regalos que le hacía.
Aquel mostrarle amor por tantas vías,
cuán amorosa siempre la sentía,
aquel darle del codo, y empujarle,
y adonde entraba él, ella salía;
aquel tan claramente convidarle
con los parleros ojos a comerlo.
Dándole claras muestras de ayudarle,
dijo: “¡Ya, sus! ¡Sin falta que esto es ello!
Ella rabia por esto. Nuestro amo
debe dar mala cuenta ¡ah, osadas! de ello;
pues, ¡por San Junco!, que al primer reclamo
que ella otra vez me haga, que al momento
me vea dar de patas en el ramo”.
Determinado Pedro en este intento,
no se tarda su ama de cumplirle
a gusto de los dos el pensamiento,
porque como rabiase por decirle,
con alguna ocasión, su fin cuál era,
sin que le fuese mengua descubrirle,
sucedió que, bajando una escalera,
fortuna le dio medio conveniente
para poner a Pedro en la carrera,
al cual como por caso contingente
subiese por la misma, Elvira, alzando
la pierna con un pie, le dio en la frente,
y a él, de la ocasión no le pesando,
como ella alzó la pierna, extendió el brazo,
y en los carnosos muslos no parando
arribó a Montenegro, y de un pedazo
asiendo de la grama blandamente
al cuello le acudió con un abrazo;
y como la sintió tan obediente
como Sansón al tiempo que perdía
la preciosa guedeja de la frente,
que así vemos rendirse cada día,
en tocándole allí a Elvira el mozo,
la que más se defiende y más porfía
no le fue necesario más retozo
de apechugar con ella, que callada
y risueña mostraba bien su gozo.
Él a caballo, pues, y ella sentada,
nadie, con ser a trote de escalera,
les pudiese tachar la cabalgada,
la cual, sintiendo el ama que tal era,
con Pedro concertó para adelante,
porque no fuese aquella la postrera.
Pedro, como se halló de buen talante,
su palabra le dio de contentada,
y, siendo ella su amiga, ser su amante.
Y así, siempre a su cama a visitarla
iba de noche, en siendo Gil dormido,
cansado solamente de besarla.
Dormía, pues, a un lado el buen marido,
en medio la mujer, y en el tercero
Pedro llamado, junto y escogido,
el cual, como en la cama era el postrero,
para acabar mejor, la mayor parte
de la noche se estaba caballero,
y como era en rigor, un Félix Marte
y ella una Mesalina parecieran.
¡Si tú los vieras, Sol! ¡Venus con Marte!
Y a Hipólito y Sulpicia conmovieran,
y a la noble Lucrecia, mal burlada,
que dejara el cuchillo, condujeran;
y a Penélope siendo recuestada
mucho menos que fue tornaran blanda
la tela en breves horas acabada.
Y al Ifis otorgara su demanda
la dura Anajarate convertida
en la piedra que Tísifo no manda.
Pasando, pues, tan dulce y buena vida
los dos amantes, Pedro tuvo miedo
que la fiesta de Gil fuese sentida,
diciendo: “Persuadirme yo no puedo
que, al fin, un día que otro no me sienta,
marañando Fortuna cualque enredo;
por tanto será bien tenga yo cuenta
con mi vida salvar, y ella otro modo
busque, si tanto el juego le contenta:
no lo quiero perder de una vez todo,
como se experimenta en la batalla,
do queda el necio audaz puesto de lodo”.
Con esto ceso luego el visitarla,
y tras no visitarla no comerla,
reírse como antes, ni aun mirarla;
lo cual con gran dolor sentido de ella,
levantose una noche de su cama,
dejando ya el marido papo estrella.
Y sin temor de pérdida de fama,
de vida, ni de honor, cual comúnmente
es la resolución de la que ama,
a la cama se fue del inocente
Pedro, que papo al techo, descuidado,
dormía a la sazón profundamente;
y echándose con él del diestro lado,
después que le besó la abierta boca,
comenzolo a tentar, y hallolo armado.
Y por emplear bien aquella poca
ventura que la noche le ofrecía,
asiendo entre las manos lo que toca,
viendo cuan de propósito dormía,
no quiso despertarle, mas encima
se puso de él al modo que solía;
mas como en aquel arte era ya prima,
ella misma enhiló y añudó el hilo
y comenzó a dar puntos no de esgrima,
sino de más oculto y raro estilo,
a modo de aquel ave de quien trajo
origen la jeringa a par del Nilo;
y, aunque por dormir él, era trabajo,
no dejaba por eso, la traidora,
de dar saltos de rabia para abajo.
Por causa de los cuales, a deshora
el mozo despertó, y el gusto hallando,
como a quien en la boca cae la mora,
como quien que come está soñando
hojaldre y miel al punto, no temiendo,
el rostro vuelve, y vela destilando;
y apearla del potro no queriendo,
comenzó a proseguir en la jornada
las veces de su ama contrahaciendo;
la cual, sintiendo al término llegada,
Elvira se apeó y un gran suspiro
delante enviando, dijo: “¡Ay, desdichada!,
que en otra cosa yo no me remiro,
Pedro, sino en quererte y regalarte,
como espejo en quien sola yo me miro;
y que quieras por esto tú extrañarte
y pagarme tan mal, que con desprecio
así me dejes sin de mí curarte”.
“No soy”, respondió Pedro, “yo tan necio,
señora ama, que no entienda me habéis hecho
tanta merced que apenas tiene precio;
mas tengo por negocio muy estrecho
que de ajeno cercado y sin sentillo
su dueño lleve y goce yo el provecho;
no siempre tan dichoso es el cuquillo
que alguna vez no pague mayormente,
que el hilo descubrir suele al ovillo.
Una vez que nuestro amo este presente,
y vos os sonriáis, no más, conmigo,
dirá: 'Quien risa dona, más consiente'.
Bien deseo yo seros buen amigo,
nuestra ama, y daros gusto cada hora,
pero temo el peligro, como digo”.
“De mi alma estad cierta que os adora,
y si yo no procuro cada rato
gozar de este placer que así enamora,
no penséis que lo dejo por ingrato
ni flojo, pues mi fuerza os es notoria
las veces que venido hemos al hato,
sino porque me temo que esta gloria
ha de parar en verme condenado
a traer como un asno alguna noria”.
Elvira respondió: “Mucho he gustado
que tu mudanza, Pedro, de otra cosa
no haya procedido, que pensado
temía yo si te era ya enfadosa
porque un manjar enfada cada día,
por no parecerte, acaso, hermosa,
o porque darte gusto no sabía;
mas, pues me veo ya desengañada
y el negocio no va por esta vía
sino por la que dices, consolada
me dejas, y yo huelgo de saberlo;
mas no dejo de estar algo enojada,
que hubiera yo primero de entenderlo
y no dejarme así, por una cosa
que no pesa, por cierto, este cabello;
porque sabiendo ya cuán animosa
tú me has hallado siempre en esta trama
que los dos marañamos, tan sabrosa,
debieras tú pensar que, aunque en la cama
el uno sobre el otro nos cogiera
tu amo, le engañara allí tu ama,
y mal que le pesara, le hiciera
entender que era falso lo que había,
aunque más que el pastor de Juno viera;
mas porque sepas bien la astucia mía,
yo te quiero sacar de esas cuestiones
y dudas en que estás, venido el día;
porque usaré con Gil tales razones
que burlemos los dos y él no nos vea,
sirviéndonos de espaldas por colchones.
Tú no desmayes, Pedro, en la pelea
y a mí déjame hacer, verás la prueba
más cierta que tu alma la desea.
No me tengas por boba ni por nueva
en este menester, que aunque soy moza,
sé muy bien el cabrón cómo se ceba,
y se cómo el criado la retoza
a la mujer, en tanto que el marido
sale a llevar al prado quien le roza;
y aunque no salga, sé con mi querido
a la sombra del huso hilar fingiendo,
holgarme cuando a mí me ha parecido
y todo lo demás, hermano, entiendo,
que a estancia del marido hace su dueña;
ora le vea despierto, ora durmiendo
sabe que el apetito nos enseña,
y danos osadía ver que el hombre
no sabe oler también como cigüeña;
así que ese cuidado no te asombre:
déjame hacer a mí, tú solamente
haz lo que suena, Pedro, ¡tan buen nombre!
Ya de hoy más, sin tener recelo, vente
a mi cama a la hora acostumbrada,
no cures si tu amo es piedra o siente,
que la prueba que digo, ejecutada
te desengañará y te dará brío
para seguir la obra comenzada”.
“¡Ora, sus!”, dijo Pedro, “yo me fío
de vuestra discreción y en manos de ella
el provecho y el daño pongo mío”.
Con esto le besó y abrazó ella,
y el modo le enseñó qué usar debía,
si siempre a su mandar quería tenella.
Y viendo aquella prueba que decía,
cuya traza le dijo llanamente
mostrándole el diseño que tendría,
y viendo que quedaba suficiente
tiempo hasta la mañana para holgarse,
por ser noches de invierno incontinente,
le dijo que primero desquitarse
querría de las noches mal gastadas,
por tanto que tratase de esforzarse,
que ella tenía las veces bien contadas,
las cuales seis por noche, a buena cuenta,
hacían diez y ocho triplicadas.
“Pero yo”, dijo a Pedro, “soy contenta
con la mitad; por tanto, comencemos
y hagamos de manera que nos sienta
la cama, y los cordeles quebrantemos.
¿Ríeste? Sí, a fe mía, que corramos,
y, como sea, en la cama comencemos:
el tiempo y la ocasión no la perdamos,
pues nadie la perdió que la cobrase,
como ves que cada hora lo lloramos.
Si la viuda anciana desplegase
las muy plegadas rugas de la frente,
a fe que sus solaces derramase
y el despecho se viese claramente
que de haber sido escasa le ha quedado
de dejar coger agua de su fuente
y de tener el huerto tan cerrado,
que antes le viese seco y consumido
que con gusto y sazón fuese gozado.
Si yo no le cumpliese a mi marido
de derecho las veces que él quisiese,
sería bien me fuese a mí impedido,
que a nadie, sino a él, entrada diese;
mas yo cumplo, y recumplo, y cumpliría,
si a otros treinta tela mantuviese;
lo demás, ¿qué me resta noche y día?,
¿por qué tengo yo, triste, de perderlo,
pues esta es granjería propia mía?;
a la mi fe, guardarlo y no comerlo
es al perro imitar del hortelano,
y por proverbio suelen ya traerlo.
¡Ay, cómo me contenta ahora, hermano!
Que te das buena maña… ¡Así, mi vida!
¡Así, despacio! ¡Así, quedito y llano!
Como las olas van, que una venida,
otra viene en pos de ella, y otra luego,
con un tenor que apenas es sentida”.
Mientras hablaba Elvira, andaba el juego,
y el molino molía, de manera
que al fin agua llegó y apagó el fuego.
Lo mismo la segunda, y la tercera,
y la cuarta, y la quinta, hasta la sexta,
que un cinco dio el garzón, que no debiera;
y no pudiendo más, serle molesta
no quiso por entonces, remitiose
para la noche de la primer fiesta.
Y con tanto, abrazole y despidiose
de él, y vuelta a su cama el día vino,
y venido, vistiose y levantose;
y venida la hora cuando el vino
del cerebro, ocupando la alta cumbre,
suele al juicio hacer que pierda el tino,
y creyó parecer solo una lumbre
y espantajos la sombra, y que danzando
matachines están a la vislumbre,
tal Gil o poco menos, pues estando,
Elvira dijo:” ¿No sabéis, marido,
en qué habemos estado porfiando
yo y este vuestro Pedro presumido?:
que a descargar no quiso le ayudase
aquel costal de trigo de hoy molido,
y muy bravo me dijo le dejase,
que a mí y a vos, la harina y asno y todo
levantaría, si se le antojase”.
“¡Oh, hideputa!” dijo Gil. “¿Qué godo,
qué francés, qué tudesco para eso?
¿Dará él mejor con todos en el lodo?”
“Pues si no os levantare a ambos en peso”,
respondió Pedro asidos de una estaca,
“que pague yo de vino el contrapeso”.
“¿Tú no ves”, dijo Gil, “que una carraca
es tu ama? Eso fuera siendo ella
como tú, majadero, tanto flaca”.
“¡Venga la estaca!”, dijo Pedro, “y de ella
asidos os tened, que yo os apuesto
que os levanto y os hago a ambos perdella”.
“¡Sus, venga!”, dijo Gil; “yo estoy dispuesto
de pasar por la pena que atraviesas,
si tú cumplieres, Pedro, lo que has puesto.
No quiero, no, mujer, que sea de aquesas.
Traedme de aquel banco aquel pedazo
que quedó el otro día de las mesas
que deshicimos cuando el embarazo
de nuestras bodas. ¡Dad acá ese, digo!
Este es muy bueno; da acá tú ese mazo,
y a fe que cuando arranques el espigo,
que te suden entrambas las orejas,
como en otoño miel destila el higo.
¡Sus! Bien hincado está; ¿corvas las cejas?
Pues yo juro a San Junco que primero
que le arranques te suden la parejas”.
En esto dijo Elvira: “¡Sus!, yo quiero
asir de ella”. “¡No, no!”, dijo el marido,
“¡que soltaréis!”. “No, no renunció el fuero;
yo la asiré, y habiéndola yo asido,
vos abrazaos conmigo fuertemente:
veamos lo que hace ese perdido”.
Y dicho aquello luego, incontinente,
Gil se inclinó a la estaca y asió de ella,
que parecía trinquete propiamente,
lo cual, sin más tardar visto por ella,
asió de las orillas de las sayas
y púsose en tabletas, que era vella
placer poniendo espaldas sobre espaldas
y los brazos, del arte retorciendo,
con los de Gil que tejen las guirnaldas.
Lo cual el triste del marido viendo,
pensó que boca abajo estaba echada,
no boca arriba, el coco a Pedro haciendo,
ni menos también puesta y regazada
que de los pies pequeños hasta el pecho
no dejaba de verse casi nada.
Pedro, que con la vista mas derecho
estaba que de ganso cuello erguido,
entró de Monteflor por el estrecho;
y como era camino ya sabido,
al punto se engolfó y echó los brazos
abrazando la dueña y al marido
el cual debajo, haciéndose pedazos,
tenía de su estaca, los carrillos
hinchando y respirando en ciertos plazos.
Elvira, por gustar con sus gritillos
comenzó a meter fuego, voceando
que Pedro había, a la fin, de desasillos.
Y así como más gusto iba tomando,
mayores gritos daba y más decía:
“¡Tened!, ¡ay!, ¡que nos va Gil levantando!”
A la cual el cuitado respondía:
“¡Por Dios, no hará!”. Y al punto rempujaba
sin ella de su parte poner nada,
más de ir adonde el viento la llevaba
de los fuelles de Gil, de quien alzada
tal música, ella y Pedro compusieron
cual nunca será en órganos hallada.
Al fin, después que un rato así estuvieron,
Elvira se pasmó, y el rostro helado
su clara luz sus ojos escondieron.
Y Pedro, que el compás había guardado,
hizo lo mismo, y viéndose sin brío,
dijo: “No puedo más; ya estoy cansado;
ganado habéis, nuestro amo, el daño es mío.
Mal amigo me ha sido mi planeta,
pues de más de quitarme el poderío
ved que se me ha quebrado el agujeta
del zarafiel. ¿Nuestro amo, que os parece?”
Elvira, que entendió muy bien la treta:
“¿Qué le ha de parecer? ¡Eso merece!,
dijo, quien como tú tanto se entona
y no toma el regalo que le ofrece
quien le hace merced de su persona!”.
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