Bajaba mi señora el otro día
por una ancha escalera presurosa;
fue mi ventura entonces tan dichosa
que por do ella bajaba yo subía,
y, como de lo alto descendía
y mi vista a subirse codiciosa,
la una y otra pierna hermosa
le vi con lo demás de parescía.
De tal color al punto matizando
su rostro fue cual casco de granada
¡Oh el amaranto eterno así padezca!
Yo, como así la vi, dije turbado:
“No puede ser mi vista condenada,
pues nada puede ver que mal parezca”.
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