Esta mañana, en Dios y en hora buena,
salí de casa y víneme al mercado.
Vi un ojo negro, al parecer rasgado,
blanca la frente y rubia la melena.
Llegué y le dije: “Gloria de mi pena
muerto me tiene vivo tu cuidado.
Vuélveme el alma, pues me la has robado
con ese encanto de áspid o sirena”.
Pasó, pasé; miró, miré; vio y vila.
Dio muestras de querer. Hice otro tanto.
Guiñó, guiñé; tosió, tosí; seguila.
Fuese a su casa, y sin quitarse el manto,
alzó, llegué, toqué, besé, cubrila,
dejé mi dinero y fuime como un santo.
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