La humilde sor Quiteria ya profesa,
hija de aquel seráfico divino,
llevando al refitorio el pan y el vino,
rompio el brocal, presente la abadesa.
Al punto de la culpa se confiesa,
la cual le dijo, el rostro muy mohíno:
«¡Oh cazo te atraviese diamantino,
y cuánto tu descuido a mi me pesa!».
Ella, los ojos bajos y modestos,
se fue a la porteria diligente,
y alzó las faldas con muy gran paciencia;
y halló dos frailes mozos y dispuestos,
que el cazo le atraviesan reciamente,
cumpliendo con su gusto y obediencia.
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