Erase, Elisa, una tarde

A una dama, que habiendo ocho
días que su galán no la alcanzaba,
una vez que llegó, no pudo.

Érase, Elisa, una tarde
que sucedió A una semana
que A la fiesta de gozarte
de placeres ayunaba,

cuando A tu puerta llegué,
porque supe que en tu casa,
solo de noche se teme
el duende que nos espanta.

Salísteme a recibir
entre amante y cortesana,
conociéndose en el cuerpo,
los regocijos del alma.

Sentémonos A la lumbre;
y como yo deseaba
gozarte, estar al brasero
era tenerme en las brasas.

Yo que miré que en tus ojos
amor me tocaba el arma
(que A fe que para hacer gente
son los tuyos lindas cajas),

abalánceme A tu boca
y en la más bella muralla
que el cielo fabricó en perlas
abrió mi lengua la entrada.

Vine A los brazos, y al punto,
para darnos de las astas,
al ristre desde la cuja
pasó aquella buena lanza.

A dar el bote embestía,
y… Al llamar una criada,
si cañas lanzas se vuelven,
mi lanza se volvió caña.

Fue forzoso recojerme
al retiro de una cuadra;
que al juego del escondite
pasamos del de las damas.

Fuese la criada, dando
nuevo principio a mis ansias;
porque mi desdicha empieza
donde parece que acaba.

En un crepúsculo claro,
entreabierta la ventana
aquel apacible sitio
a media luz alumbraba.

Quisiste montar en mí,
y fué elección acertada,
no estando yo para hombre
el ponerte tú las bragas.

Como había tantos días
que de no gozarte estaba
tan cargado, fue forzoso
el echarme con la carga.

Cuando torcida la mía
para entrar en la batalla,
aunque era espada tizona
no por eso fué colada…

Ya medrosa se encogía
y tal vez se descollaba.

Con que yo reconocí
de mi pieza desdichada
que ya no valía un higo
estando como una pasa.

Aunque en los Países Bajos
era vecino de Holanda,
fue vasallo tan leal,
que por nada se levanta.

Rogábale que se alzase,
y él aunque ruin, no se ensancha,
ni me responde que sí
aunque la cabeza baja.

Remití el negocio a prueba
de tus manos, que le halagan;
y tentándole tus dedos,
tus dedos no le tentaban.

Lo que le estaba peor
tomó de tus manos blancas
pues con su calor no ardía
y con su color se helaba.

No valieron las astucias
para que á la lid entrara,
porque estas cosas del sexto
más quieren fuerza que maña.

Tú, ya encendida, ya tibia
el rostro hermoso mostrabas,
con el enojo de nieve,
con la vergüenza, de nácar.

Volvístete contra mí
viendo que no te pagaba
de la merced que me hacías,
en leche la media anata.

Que tú tenías razón,
Elisa, te confesara,
si yo tuviera en mi palmo
como en mi palma mi alma.

Mas esto de estar la cuerda
á todas horas templada
y tirante la clavija,
solo los frailes lo alcanzan.

2019-10-03T14:04:46+00:00

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